Ya en serio, voy a crear la sección de literatura :D

Bueno, ahora os dejo con otro cuento paceño:

-:D-

EL NIÑO DE LAS ESCOBAS

La brisa mece suavemente las flores en la avenida de las acacias. Los rayos del sol juegan con las gotas de rocío que penden de los ciruelos floridos. Ha pasado la tormenta.
A Mario le hubiese gustado salir a pasear por el jardín, aspirar el olor a tierra mojada, sentir la humedad de las hierbas, del lampazo entre los gladiolos mojándole los pies, el salpicado de aquel rocío en sus brazos apenas cubiertos por la deshilachada camisa. Hubiese querido asomarse a los charcos para coger sapos cantores, a los que ahora sólo podía oír de lejos. Desde la habitación contigua, escucha las órdenes de Fredegunda, su apoderada: debía quedarse allí, bajo techo, hasta que pasase la humedad.
Fredegunda era de aquellas mujeres hechas en la escuela del siglo pasado. Tenía a Mario bajo su cuidado mientras la madre del niño pasaba una larga temporada en otra de las haciendas. Cuando Fredegunda se sentía iluminada por alguna idea genial, no se quedaba tranquila hasta no salir con la suya; y su egoísmo no tenía límites. -Primero recibe y mira luego de quien-, solía decir. A nadie saludaba sin antes conocer su origen y abolengo. Su relación con Mario tenía mucho de excéntrico; Mario había llegado a los trece años con la inocencia que sólo una madre desea para sus hijos. Fredegunda ejercitaba su paciencia obligándole a fabricar escobas; para ello, el niño utilizaba la paja que crecía en los caminos que cruzan los jardines y las chacras de la casa de hacienda. Una vez reunido un haz lo suficientemente grueso como para tomarlo con la mano. Mario lo ataba con un pedazo de cordel que llevaba siempre en el bolsillo, y luego probaba en el suelo la consistencia de la escoba.
Próximo a la puerta principal que da al jardín, sentado en un taburete, Mario contempla el vuelo de los picaflores en el mezclado colorido de los gladíolos; él quisiera gozar de la misma libertad de aquellas aves. Recuerda haber descubierto ayer un nido de todos en las ramas del molle cercano a la cocina. Desespera por ir a verlo, mientras con el índice diseña en el aire un nido imaginario.
De pronto se levanta, mira de reojo la habitación contigua, y se dispone a salir justamente en el momento en que se escucha la voz autoritaria de Fredegunda.
-¿Adónde vas?, te dije que te quedaras sentado.
-Ya pasó la lluvia, ¿puedo salir?
-¡Nada! -sentencia Fredegunda sin moverse de su sitio ni levantar la vista del periódico que tiene entre las manos-. Llueva o no, usted se queda ahí, tome sus cuadernos y póngase a leer.
Fastidiado al no poder responder ni moverse, Mario vuelve a sentarse. En una de las paredes, frente a él, hay un empapelado que sirve de decorado; está allí desde hace muchísimos años. Sólo el tiempo se ha detenido en aquellos diseños oscurecidos por los excrementos de las moscas y las vinchucas. Instintivamente, detiene la mirada en los dibujos: parecería no haber diferencia. La figura del Quijote es la misma, y tampoco varía la de Sancho; el trabajo de los insectos no ha llegado a desfigurar las imágenes. Mario lo descubre, le molesta una mancha en la cara de Sancho; si al menos la pudiera limpiar. Pero Fredegunda controla sus movimientos. Recuerda los libros en los que vio las caprichosas figuras de Goya. -¿Por qué Fredegunda guardará todos los libros bajo llave?-, murmura distraídamente, mientras frota el suelo con el pie.
En un rincón de la habitación, Maleva, la perra guardiana, se estira restregándose en el conjunto de escobas que Mario ha hecho durante la semana. Una cae al suelo rodando a poca distancia del niño, quien nada hace por levantarla. -¡Bota a esa perra! -grita Fredegunda que continúa enfrascada en la lectura, ahora de una revista. -¡Qué raro! Si parece que tuviera ojos en todas partes-, murmura Mario. Se levanta apresuradamente para cumplir la orden, pero la perra, creyendo que su amigo quiere jugar con ella, se echa al suelo y retoza lamiéndole los muslos. Sin contenerse, Mario la acaricia llamándola junto a sí, y ambos se acomodan en el taburete.
Un enjambre de hormigas voladoras se ha reunido alrededor del ciruelo. Los pequeños loros picotean los frutos verdes del peral.
Una tarde Mario sintió que se moría. Aguardó pacientemente a que llegara la noche y se echó a dormir en el pequeño catre de campaña. No comió nada y tampoco se atrevió a hablar. Al día siguiente sintió la cabeza tan pesada como si fuese a caérsele; y sintió un dolor tan terrible que no le permitía moverse. Muy asustado, buscó refugio en su tía Victoria. Sin duda, ella lo comprendería. Tal la idea de Mario. Muchísimas veces Victoria había salido en su ayuda aun contrariando las instrucciones de Fredegunda. Y por eso mismo se diferenciaba de ésta.
Mario asomó tímidamente y declaró:
-Tía, me duele la cabeza.
-Espera que ponga estas verduras en la olla -dijo Victoria, quien preparaba el almuerzo-. ¿Cómo has dicho?
-Desde ayer me duele la cabeza, estoy muy mal.
-Ven, ven aquí -dijo mientras le ponía la mano en la frente- ¡Uy!, estás ardiendo. Tienes que quedarte en cama.
-¿Y si Fredegunda no quiere?
-No te preocupes. Vamos a trasladar tu cama a mi cuarto y allí estarás tranquilo.
-¿Y si Fredegunda se enoja?
-Ya te dije, no te preocupes. Yo te cuidaré.
-Gracias tía. Es que no quiero que Fredegunda me riña.
Mario temblaba por la fiebre y el temor a Fredegunda, cuando a sus espaldas se dejó escuchar la voz de ésta.
-¿Qué es lo se me oculta? -llevando entre sus manos una maceta con plantas de amarilis, Fredegunda bajaba las gradas del jardín.
-Mario está enfermo, tiene que quedarse en cama -explicó Victoria-. Seguro que algo malo le ocurre. Tiene mucha temperatura.
-¡Conque por eso no ha ido al colegio! -protestó Fredegunda, dejando la maceta sobre un banquillo.
-Bueno; si tiene temperatura tan de mañana será por algo.
-Claro, claro -refunfuñó Fredegunda-. Lo que no tiene es ganas para trabajar y menos para estudiar. Con estas lluvias, ayer tarde no hizo una sola escoba -cogiendo de una oreja a Mario, lo arrastró consigo. Este sintió que la cabeza le estallaba-. ¡Ahora vas a saber lo que es canela! ¡A trabajar ocioso! Y si no me traes un par de escobas antes del mediodía, mejor que ni pienses en el almuerzo.
A pocos pasos, en el molle cercano a la cocina, un par de tordillos revoloteó alrededor de sus polluelos.
La orden de Fredegunda era terminante. Victoria no podía hacer nada en favor de Mario.
-¿No sería bueno llevarlo a lo del médico?
-¡Qué médico ni qué ocho cuartos! -se molestó Fredegunda-. Estos chicos son siempre así.
-¿Le ha tocado usted la frente? -insistió Victoria.
-¡Bah! Como si no lo conociera. No me hagas perder el tiempo y vuelve a tus quehaceres -ordenó con voz tonante.
Mario se fue rumbo a los pajizales; Victoria se quedó estupefacta contemplándolo, sin alcanzar a comprender la severidad de Fredegunda. Ya allí estuvo hasta que el niño, habiendo llegado al recodo del camino, volvió la cabeza para ver a Maleva que le daba alcance, momento que aprovechó para hacerle señas con la mano en alto:
-¡Si te sientes mal, vuelve de inmediato! -alcanzó a gritar.
Camina despacio, sin levantar la cabeza, como si fuese contando las piedras de color que se entremezclan con los terrones encubiertos por pequeñas matas de yuyo y lampazo. Un dolor agudo lo detiene, se agarra la cabeza. Mientras camina siente que cada paso repercute como mil martillazos en su cerebro; busca en qué apoyarse, y sólo encuentra un algarrobo. Sus espinas le lastiman las manos. Acicateado por el dolor, recupera el equilibrio hasta llegar a un tapial próximo, cercano al pajizal.
Sus sandalias están mojadas, no siente la frescura del rocío de las plantas, cada gota es un cristal de hielo que penetra en la piel. Desfalleciente, se sienta a descansar un momento. Apoya las manos, levanta la cara hacia el cielo en busca de aire fresco; a pocos metros hállase el pajizal. -Un esfuerzo más, y podré hacer las escobas que Fredegunda me pidió -se dice-. Si al menos me dejara de doler la cabeza-, murmura levantándose dificultosamente.
Camina despacio. Siente los párpados pesados, quisiera dormir. Con gran esfuerzo abre los ojos; palpando, casi adivinándolo, sus dedos llegan al nudo de las pajas; las corta. Mide una tras otra las pajas que darán forma a la escoba que debe ser pareja. Como si estuviese consciente del sufrimiento de su amigo, la Maleva no se aparta de su lado. De vez en vez, al soplar la brisa, mueve la cola; el niño la contempla, acariciándole el hocico. Se sienta a su lado. Ahora el sol es un tormento, y el tremendo malestar de la noche anterior se repite, esta vez con mayor fuerza; los árboles parecen moverse en derredor suyo. Alcanza a ver un par de conejos corriendo a sus madrigueras: -no se vayan, les dice a media voz, moviendo apenas las manos, en un intento de atraparlos. No puede hacer nada. Le duelen los ojos, deja las pajas en el suelo. Se frota los párpados y limpia el sudor de su frente con el dorso de la mano. La siente fría, o como una cosa inexistente o sin vida.
Un picaflor vuela cerca del jardín. Su largo pico juega con el rojo cáliz de un gladíolo, llega otro que se detiene a beber las gotas de rocío reunidas en la flor de acacia.
Frente al molle, allí donde se encuentra el nido de tordos, Mario se detiene un momento a contemplar los pichones. Una rama más arriba, está el ave picoteando las uvillas negras que traslada al nido. El sol abrasa el terruño. Sin embargo, Mario siente el fresco de la sombra. Separa unas ramas y el sol da de lleno en su rostro quemándole la frente. Siente sed, un irresistible deseo de tomar agua; se lanza a la acequia y la encuentra seca. Entonces se revuelca desesperadamente en la hierba fresca.
-¡Señora Fredegunda, mire! -grita Mario desde el pajizal-. ¡Qué bien me ha quedado esta escoba! -seguro de lograr el contento de Fredegunda, el niño corre a su encuentro, y deja en sus manos un par de doradas escobas, con menudas semillas que brillan en largas espigas.
-¿Y dónde has encontrado estas pajas?
-En el pajizal -afirma Mario, y señala un promontorio.
Según Fredegunda, allí sólo hay malas hierbas.
-No puedo negar que las escobas están bien hechas -declara ahora-; las guardaré para mi uso exclusivo.
Fredegunda se encamina hacia la cocina, seguida por Victoria y Mario; mira detenidamente las escobas y luego, después de clavar sus ojos en Mario, tira ambas escobas al fogón. Explota una gran llamarada que dura pocos segundos. Atónita, Victoria mira las llamas. Mario siente que el fuego lo abrasa. Sus ojos se humedecen, y ahora las lágrimas queman sus mejillas. Maleva, la perra amiga, escapa aullando.
-Es demasiado tarde. Una desgracia que no lo trajeran antes -con gesto hosco, el médico guardó el estetoscopio en el maletín.
-Es que estaba ocupada -explicó Fredegunda.
Victoria guardó silencio.
-Pero este niño ha estado enfermo muchos días -adujo el médico.
-Claro; pero lo cierto es que cuando se pone a hacer escobas se olvida de todo.
-¿Hacer escobas un niño de su edad?
-Bueno... Usted sabe.
-Lo lamento señora. Es demasiado tarde.
Inclinada sobre la camilla, Victoria comenzó a musitar suave y lastimeramente:
-¡Mario! ¡Mario!
El niño no respondía. Le acarició el rostro y le tomó las manos. Estaban frías.
En la casa de hacienda, en el corral de los animales, el caballo está inquieto; ha pasado la hora en que Mario solía darle el terrón de azúcar y el haz de hierba fresca. Los polluelos pían en el nido de los tordos, asustados por el chillido de los pequeños loros que revolotean alrededor del peral.
-¡Qué le metan hacha a ese peral! -ordenó Fredegunda.
Dos peones hicieron el trabajo.
Mario no está allí. Su sueño se confunde con la brisa en el camino del pajizal.


De: Don Jorge F. Catalano (La Paz, 1928-1987)
Ultima modificación: Agosto 31, 2012, 06:06:53 PM por Teru Mikami